Tomar una figurilla precolombina y analizarla, determinar qué materiales la componen, establecer la técnica usada en su manufactura e ir tan a fondo como para hallar hasta la más minúscula pista química que nos diga en qué región fue elaborada, es una labor difícil, pero hacerlo sin siquiera tocar la pieza se antoja imposible. Sin embargo, esto es lo que, día con día, hace José Luis Ruvalcaba Sil en el Instituto de Física de la UNAM.
“Evitar al máximo cualquier contacto con el objeto podría sonar excesivo, pero no lo es, pues al tratarse de patrimonio histórico debemos observar todos los cuidados. Con este tipo de vestigios tenemos dos obligaciones: estudiarlos, pero jamás dañarlos, y esto es justamente lo que se hace aquí”.
Para realizar un trabajo tan complejo se requiere un acelerador de partículas, mas no uno cualquiera, sino parecido a aquél en posesión del Instituto de Física (IF), modelo Tandem Pelletron, con un sistema como el desarrollado por Ruvalcaba, que proyecta un haz de protones, pero de manera externa, pues no todos los objetos arqueológicos pueden ser sometidos a las duras condiciones de una cámara al vacío.
La delicadeza de este equipo al momento de caracterizar materiales presentes en una reliquia ha beneficiado al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), pues si para esto antes era preciso desprender un fragmento y practicarle pruebas, ahora basta con un rayo que incida en la superficie del objeto.
Por esta razón, el INAH ha confiado al universitario varios de sus hallazgos más importantes, como recientemente hizo con una máscara verde desenterrada del basamento de la Pirámide del Sol, la cual, se sospecha, podría revelar aspectos clave de la fundación de la mítica ciudad de Teotihuacán.
“Hablamos de una pieza excepcional, de aproximadamente 11 centímetros de altura, 11.5 de ancho y que pesa poco más de un kilo. Se trata de un rostro con ojos de metal dorado tan brillantes y bien conservados, que en un principio los arqueólogos pensaron se trataba de oro”.
¿Es importante conocer si se trata del metal áureo u otra cosa?, preguntó el académico. “Sí, pues se sabe que en la primera mitad del siglo I d.C, fecha de elaboración de esta pieza, los prehispánicos no trabajaban el oro, así que constatar ese hecho nos llevaría a replantear mucho de lo que damos por sentado”.
En Teotihuacán, un viaje a la raíz
En 2008, un equipo de expertos del INAH se dedicó a explorar el interior de la Pirámide del Sol bajo la hipótesis de que, si en algún momento los teotihuacanos colocaron ofrendas para conmemorar la edificación de ese monumento, lo habrían hecho al nivel de la roca madre, es decir, en el lecho de tepetate.
La brigada de especialistas, comandados por el arqueólogo Alejandro Sarabia, aprovechó un túnel de 116 metros —construido en los años 30— para excavar 59 pozos estratigráficos, y así se corroboró lo que hasta entonces eran conjeturas: bajo el suelo había una serie de objetos prehispánicos elaborados en tiempos de la fundación de Teotihuacán, en el siglo I de nuestra era.
Ollas tipo Tláloc, vasijas y puntas de obsidiana formaban parte de la oblación, pero los objetos que más sorprendieron a los expertos fueron tres figurillas antropomorfas y una máscara verde diferente a todo lo que se había visto, al menos en ese periodo histórico, pues estaba tallada en una sola pieza, y los globos oculares eran dorados.
¿Se trataba de jadeíta? ¿Los ojos eran de oro? ¿Hay más materiales presentes? Las suposiciones eran muchas, pero los datos concretos no, por lo que la gente del Proyecto Pirámide del Sol decidió contactar al profesor Ruvalcaba para despejar incógnitas.
“No es la primera vez que hago esto. He colaborado con el INAH en Chichen Itzá, Templo Mayor y Monte Albán, y aunque nuestras labores resultan distintas, nuestros esfuerzos son complementarios. La multidisciplina es nodal para estudiar el patrimonio, porque si las preguntas sobrepasan los límites de la arqueología, a veces es bueno acudir a la física y la química para ver si tienen alguna respuesta”.
Materiales que hablan
Los materiales hablan, y dicen mucho, asegura Ruvalcaba; por ejemplo, hay minerales que nos remiten a canteras particulares; otros delatan técnicas desarrolladas por ciertas culturas, y algunos son evidencia de las nociones que tenían los antiguos acerca de qué era valioso y qué resultaba fútil.
“Conocer de qué está hecha una pieza resulta esencial. Antes, para determinar esto, los investigadores arrancaban un pedazo de, digamos, una figurilla de barro, y le practicaban diversas pruebas; no obstante, esto equivalía a dañar nuestro patrimonio y a provocar mellas en objetos irremplazables”, comentó.
¿Estudiar o preservar?, para Ruvalcaba éste es un planteamiento válido, pero al mismo tiempo un falso dilema, pues señala que, con los métodos adecuados, es posible lograr ambas cosas. Esta convicción fue la que lo llevó a Bélgica a especializarse en caracterización de materiales, y dicha certeza fue la que lo hizo regresar para convertirse en el introductor de estos métodos en México.
Incluso estrategias que antes se suponían delicadas, como lijar ligeramente una superficie para obtener polvillo de muestra, hoy se antojan toscas e invasivas al lado del procedimiento empleado por el universitario, quien se vale de un acelerador que, al emitir un haz de protones, hace contacto con la pieza con la misma sutileza que tendría un rayo luminoso.
“Se trata de un recurso arqueométrico invaluable, pues brinda a los especialistas datos cuya obtención, por vías tradicionales, implicarían un daño para el objeto estudiado. Pocos hubieran pensado que la colaboración entre científicos y arqueólogos fuera tan prolífica, pero es un encuentro afortunado. El acelerador hace que los materiales hablen, pero también que la ciencia dialogue de tú a tú con las humanidades”.
Bajo la mira del acelerador
Para hacer sus caracterizaciones, el acelerador Pelletron del IF fue modificado para proyectar un rayo de protones que, al incidir en una superficie, genera una emisión de rayos X particular para cada elemento ahí contenido. En este aspecto, el trabajo de Ruvalcaba se parece al de un detective que recoge huellas digitales para identificar a un individuo en concreto.
Esta técnica, llamada PIXE, es tan sensible que arroja información no sólo de los elementos mayores presentes en la pieza analizada, sino de otros que aparecen en cantidades menores y que reciben el nombre de “trazas”, por ser una suerte de acta de nacimiento química y dar constancia de la fuente geológica de donde se extrajo la materia prima usada por los artesanos.
Para muchos, éste podría parecer un dato aislado y sin mayor trascendencia, “pero en realidad nos dice demasiado, pues más allá de señalar qué material se usó, también nos habla de las condiciones en las que permaneció enterrado este rostro de piedra”.
El experto explicó que la pirita tiende a deteriorarse rápidamente y a formar en su superficie una costra parecida al óxido. “El hecho de que conserve el dorado es evidencia de que, pese a los milenios sepultada y la humedad, la careta no tuvo contacto con el aire, y esto es sólo un ejemplo de lo mucho que nos revelan los materiales si sabemos hacer las inferencias correctas”.
Patrimonio de México en la UNAM
Las piezas arqueológicas son patrimonio de los mexicanos y por ello son sometidas a todo tipo de cuidados. De hecho, para que vestigios como esta máscara teotihuacana entren a la UNAM, deben observarse una serie de medidas para evitar que sean hurtadas o dañadas.
Y cada minuto ahorrado cuenta, subraya el profesor, porque además de los análisis con el acelerador, las piezas son estudiadas con espectrómetros Raman e infrarrojo, que determinan el tipo de minerales presentes en el material.
“Es preciso realizar estos dos pasos, porque mientras el acelerador determina los elementos, la espectrometría Raman e infrarroja señalan qué compuestos químicos tenemos. Si retomamos el caso de la pirita, la diferencia sería que el primero detectaría hierro, azufre y trazas de arsénico, mientras que el segundo arrojaría señales de sulfuro de hierro. Ambas lecturas, aunque sean de un mismo mineral, son diferentes y nos permiten integrar datos más completos”.
Misterios del color verde
El libro El corazón de piedra verde, de Salvador de Madariaga, es considerado una de las recreaciones más fieles de lo que fue la vida en el México de antes de la Conquista y, desde su título, pone de manifiesto el valor simbólico que tenían los minerales de este color, sinónimo de vegetación, fertilidad y siembras.
“Para los prehispánicos, este tipo de materiales eran más importantes que el oro, de ahí que al percatarse los arqueólogos que la máscara desenterrada era verde, sabían que se encontraban ante un objeto importante, pero ignoraban de qué estaba hecha”, explicó Ruvalcaba.
Como en el caso de la gema que da nombre y argumento a la novela, los arqueólogos sospechaban que podía ser jadeíta, cuya fuente sólo se encuentra en el área maya, aunque también sabían podía tratarse de serpentina, un mineral de extracción local, por lo que, ante la disyuntiva, fue necesario preguntar al acelerador y los espectrómetros.
¿El resultado? Las lecturas arrojaron que este rostro fue elaborado con serpentina, extraída de zonas cercanas a Teotihuacán, lo que echó por tierra las hipótesis de quienes imaginaban piezas de jade que atravesaban largas distancias, como románticamente narraban Madariaga y su pluma.
La importancia de ser móvil
Ruvalcaba, junto con su equipo de trabajo, es el principal impulsor de la red ANDREAH (siglas de Análisis No Destructivo para el Estudio del Arte, la Arqueología y la Historia), que busca ser una alternativa para saber más de todo tipo de patrimonio, no sólo del prehispánico.
“Como parte de esta iniciativa hemos desarrollado equipo portátil, que nos permite salir del laboratorio e ir directamente a los museos o incluso a los sitios arqueológicos. Con este instrumental hemos analizado el Acta de Independencia de 1821, libros de coro del siglo XVII al XIX —de los acervos de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México y la de Puebla—, pintura mural, y códices tanto precolombinos como coloniales, entre muchas otras cosas”.
Para Ruvalcaba, la movilidad representa una gran ventaja, permite estudiar más piezas y saltarse los complicados operativos de seguridad que deben realizarse cada vez que patrimonio histórico debe visitar la UNAM.
“Nuestras máquinas portátiles funcionan con pinturas, papel y demás materiales, pero no tanto con los minerales si intentamos determinar su procedencia, porque no pueden hacer lecturas precisas de muchos elementos. Por el contrario, el acelerador sí puede hacer esto, pero pesa tantas toneladas que sería imposible sacarlo del IF”.