Una investigación coordinada por el CSIC alerta sobre los efectos de la sobrepesca y la basura humana en las aguas profundas
Imagine un kilómetro cúbico de agua, un cubo de un kilómetro de lado lleno a rebosar. Es un billón de litros de agua, un volumen similar al que puede llevar cada mes al mar un río como el Ebro. Ahora piense en 1.368 millones de cubos como este. Es el volumen de agua del mayor ecosistema del planeta Tierra: el mar profundo, un hábitat casi desconocido que comienza a 200 metros bajo nuestros pies en un barco y desciende hasta 11.000 metros en la Fosa de las Marianas, en el Pacífico.
Los científicos marinos siempre repiten que el ser humano conoce más la superficie de la Luna que estos fondos marinos. El mar profundo se reparte por una inmensa área de unos 360 millones de kilómetros cuadrados, la mitad de la superficie del planeta. "Y sólo conocemos un área equivalente a unos pocos campos de fútbol", lamenta la bióloga Eva Ramírez.
Un equipo internacional de científicos coordinado por esta investigadora del CSIC acaba de analizar lo poco que se sabe sobre las aguas profundas y ha llegado a una conclusión alarmante. "El impacto total de las actividades humanas en el mar profundo está aumentando", denuncian los autores del informe, que forma parte del macroproyecto para elaborar un Censo de la Vida Marina. El ser humano, a medida que va esquilmando los recursos en tierra y en las aguas superficiales, mete sus fauces en el mar profundo. Y ahí abajo viven diez millones de especies diferentes de macro-fauna.
Las amenazas son mayores que a finales del siglo XX, pero no son las mismas. Hasta 1972, cuando comenzó a arrancar la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, el océano era un vertedero legal. Los cañones del Atlántico nororiental se llenaron de basura radiactiva, arrojada en bidones desde los barcos. Y en el fondo marino también descansan para siempre submarinos nucleares hundidos, como los estado-unidenses Thresher y Scorpion y el ruso Konsomalets. Todo ello, unido a los ensayos de bombas atómicas en el océano, ha provocado que los científicos ya hayan encontrado elementos radiactivos en pepinos de mar, unos primos de los erizos marinos, a 5.000 metros de profundidad.
A su vez, los plásticos lanzados al mar con total impunidad a finales del siglo XX siguen siendo un problema. Estos residuos llevan décadas acumulándose en los fondos marinos y degradándose en microplásticos, que son ingeridos por la fauna "con consecuencias que sólo ahora empezamos a estudiar", según Ramírez.
Sin embargo, no son los plásticos ni la basura radiactiva las amenazas que más preocupan a los científicos. Según explican en su estudio, que se publica hoy en la revista PLoS ONE, el relevo lo han cogido los pescadores. En los últimos años, se ha pasado de la exploración a la explotación de los océanos. "Ahora los primeros que descubren nuevas especies son los pescadores, porque llegan antes que los científicos a los lugares inexplorados", critica Ramírez.
Según denuncian los científicos, los barcos arrastreros, empujados por la falta de peces en aguas superficiales, están llegando al mar profundo. Sus redes lastradas, una de las artes de pesca más indiscriminadas, barren los fondos marinos llevándose todo por delante, incluidos los corales. Hasta mediados del siglo XX, los pescadores empleaban estas redes en profundidades inferiores a 200 metros. Después, se tiraron al fondo oceánico, hasta profundidades de 3.000 metros, según Ramírez. El reloj anaranjado (Hoplostethus atlanticus), que se pesca en el Atlántico y se vende congelado, el besugo americano, presente en el Golfo de Cádiz, y los peces granaderos comenzaron a caer por cientos de toneladas en las redes de arrastre a grandes profundidades. "Ninguna de estas pesquerías ha demostrado ser sostenible", aseguran los autores en su estudio.
Un tesoro al alcance
El mar profundo ocupa 360 millones de km
Los científicos han identificado los ecosistemas que mayor riesgo corren a corto y medio plazo: las montañas submarinas, los corales de agua fría, los taludes superiores de los márgenes continentales y los cañones submarinos. En estos puntos, la presión pesquera, agravada por el cambio climático y la consiguiente acidificación de los océanos, supone una gran amenaza.
Además, los autores, entre los que se encuentran investigadores del Instituto Oceanográfico Scripps de EEUU y del Ifremer francés, alertan de un nuevo enemigo que ya asoma la patita en el mar profundo: la minería. Ramírez, del Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona, recuerda que hay depósitos de cobre, níquel y cobalto en las zonas abisales del Pacífico. Las montañas submarinas del Pacífico central y occidental también esconden hierro, cobalto, platino y cobre. Y hay un tesoro de oro y plata en las fuentes hidrotermales, unas grietas en los fondos marinos que rezuman biodiversidad.
Todo este botín no ha sido desenterrado todavía, pero las multinacionales empiezan a interesarse en serio. La canadiense Nautilus Minerals sería la primera en comenzar. Ya ha llegado a acuerdos con las autoridades de Papúa Nueva Guinea, en Oceanía, para agujerear sus fuentes hidrotermales. "Las empresas van más rápido que la ciencia porque tienen más dinero. Con la minería, por primera vez, tenemos la oportunidad de hacerlo bien desde el principio, no como con la basura y la pesca", opina Ramírez. "Siempre echamos la culpa a las empresas, pero ellas sacan del océano lo que nosotros consumimos. Todos tenemos que ser consecuentes", reprende la científica.
En otro estudio independiente, publicado ayer en PNAS, científicos de la Universidad Autónoma de México y de Stanford (EEUU) identifican 11 zonas "irreemplazables" para conservar las 123 especies de mamíferos marinos, como delfines y ballenas, y las seis de agua dulce, como los manatíes. Salvar el Mediterráneo y el Amazonas sería fundamental
Fuente: PNUMA