Uno de los efectos más notables de la crisis ambiental global ha sido el estímulo que ha ofrecido al desarrollo de formas innovadoras de poner el conocimiento al servicio del desarrollo sostenible. Esa vinculación, que pudo parecer vaga y abstracta años atrás, encuentra hoy un entorno cada vez más receptivo en el creciente interés global en los problemas relacionados con la sostenibilidad del desarrollo, en general, y con el aprovechamiento de las oportunidades que emergen de la formación de un mercado de servicios ambientales de creciente importancia en la economía mundial.
Esto se expresa, por ejemplo, en el proceso de formación de la llamada economía verde, que ya figura como tema central en la próxima Conferencia Cumbre de las Naciones Unidas sobre Ambiente y Desarrollo, que tendrá lugar en Rio de Janeiro en junio de 2012, ya conocida como Rio + 20. Al respecto, el desarrollo de la economía verde como disciplina hace parte del proceso más amplio de incorporación de lo ambiental como objeto de discusión económica. En ese marco, el desarrollo de la economía verde opera a partir de tres problemas especialmente relevantes. Uno tiene que ver con el fomento de prácticas productivas más armoniosas con las capacidades y las limitaciones de los sistemas naturales. Otro, con la promoción de las formas de organización social y empresarial correspondientes al carácter innovador de esas modalidades nuevas de interacción con la naturaleza. Y el tercero, por último, es el relativo a la identificación de los vínculos de afinidad y conflicto de la economía verde con el pensamiento económico precedente.
En esta etapa inicial del proceso de formación de esa economía tienen especial relevancia los problemas que emergen de la formación de un mercado global de servicios ambientales. En el caso de la América Latina, por ejemplo, esto se refiere en particular a dos líneas de conflicto vinculadas entre sí. La primera corresponde a la transformación masiva de la naturaleza en capital natural, mediante vastos procesos de reordenamiento territorial y la inversión en infraestructuras de gran escala, a menudo en conflicto con sectores indígenas, campesinos y de capas medias urbanas. La segunda, al conflicto entre los sectores económicos que hoy buscan agregar valor a recursos naturales como el agua y la biodiversidad, y aquellos otros cuya prosperidad ha dependido del acceso a bajo costo, o sin costo alguno, a los ecosistemas que proveen esos recursos, para extraer de ellos mucho más valor del que incorporan.
En ese proceso de formación, como es natural, la economía verde ha sido objeto de múltiples definiciones. La CEPAL, por ejemplo, la define como “aquella que incrementa y privilegia el bienestar humano y la equidad social, a la vez que reduce significativamente los riesgos ambientales y las escaseces ecológicas. […] En una economía verde se reducen los impactos ambientales negativos, como las emisiones de carbono y la contaminación, a la vez que se promueve la eficiencia en el uso de la energía y de los recursos y se evita la pérdida de diversidad biológica y de los servicios de los ecosistemas”. (CEPAL 2011: 12)
Esta definición tiene al menos dos virtudes. La primera consiste en que establece un marco general para definir las prioridades que deben guiar la asignación de recursos escasos entre fines múltiples y excluyentes. Y la segunda, en que al definir así a esa economía verde, permite distinguirla de los negocios y los proyectos específicos que tienen lugar en su desarrollo. De este modo, por ejemplo, cabría entender como empleos verdes los que se generen en el marco de una economía así entendida, y no meramente los que guarden una relación inmediata y directa con aquellos negocios. Así, serían verdes los empleos que generan los proyectos de construcción sostenible, pero no lo serían los que generan los proyectos tradicionales de esa actividad económica.
Fomentar esos empleos implica, en todo caso, demanda encarar el hecho de que, siendo el ambiente el producto de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural, quien aspire a un ambiente distinto tendrá que contribuir a la construcción de una sociedad diferente. Así, por ejemplo, la coexistencia de empleos verdes y otros que no lo son – como los asociados al complejo militar industrial y al extractivismo – sólo puede ocurrir en una fase de transición hacia modalidades de relación entre la sociedad global y su entorno planetario totalmente distintas a las que conocemos hoy, pues en la perspectiva que nos interesa en el mediano plazo todos los empleos habrán de ser verdes, o no habrá empleo alguno.
Ante este tipo de problemas, la economía verde debe encarar el hecho de que los modelos económicos y empresariales que conocemos no fueron generados para asumir los problemas de la sostenibilidad. Por el contrario, han debido encararlos a contrapelo de su cultura de origen, debido al deterioro de las bases naturales de su actividad, y al incremento de la demanda social de un desarrollo que sea sostenible, que incrementa a su vez los riesgos políticos de la inversión tradicional. Por ello, aun en el mejor de los casos esos modelos de razonamiento y acción tienden a un enfoque reduccionista, en búsqueda de salidas que preserven su capacidad de control. Tal ocurre, por ejemplo, con la tendencia a reducir la crisis ambiental global al cambio climático; éste, a medidas de mitigación y adaptación; éstas, a su dimensión tecnológica, y esta última, a su vez, a su dimensión financiera.
Estas dificultades que aquejan a los modelos económicos y empresariales vigentes se vinculan, a su vez, al hecho de que lo ambiental constituye un eje de organización cultural finalmente inasimilable por las estructuras de gestión del conocimiento creadas entre 1850 y 1950 como respuesta a la demanda de conocimiento por parte de los sectores empresariales emblemáticos de aquel período. Esas estructuras se caracterizan por dos rasgos que fueron muy dinámicos en su momento: la especialización en tareas de producción y difusión de conocimiento, y la fragmentación siempre creciente en el ejercicio de esas tareas.
La circunstancia actual, sin embargo, demanda una gestión del conocimiento capaz de dar cuenta de la complejidad del mundo tal como hoy empezamos a conocerla. Y esto, a su vez, requiere vincular esa gestión del conocimiento con la de los procesos de producción material de un modo enteramente nuevo. Esto explica que un número creciente de empresas se vea ya en la necesidad de encarar estos problemas desde sus propias estructuras, generando iniciativas de gestión del conocimiento sin equivalente en la oferta académica, o en las que esa oferta académica tiene un papel meramente complementario. Y cabría decir, incluso, que la cuota mayor de responsabilidad por el carácter aún fragmentario y relativamente marginal de la respuesta académica ante los desafíos científicos, tecnológicos y culturales de la sostenibilidad – que incluyen el desarrollo de medios conceptuales y organizacionales para el fomento de una economía verde – radica más en las universidades que en las empresas, y en éstas más que en los movimientos sociales.
En la cultura puesta en crisis por la irrupción de lo ambiental, por ejemplo, la naturaleza es asumida directamente como capital natural, y los elementos naturales son entendidos de igual modo como recursos disponibles para actividades productivas. Desde la perspectiva de la economía verde, sin embargo, esto no es así. En lo que hace al aprovechamiento productivo de la biodiversidad, por ejemplo, es necesario advertir que ella es un rasgo de los sistemas naturales, y no constituye por sí misma ni un recurso, ni una forma de capital natural. Lo que puede hacer de la biodiversidad – como de cualquier otro elemento natural – un recurso es el trabajo socialmente organizado para su aprovechamiento. Si ese trabajo tiene un carácter extractivo, destruye más valor del que agrega. Si se orienta hacia el manejo de los ecosistemas para preservar y fomentar su capacidad para sostener una biodiversidad abundante, el valor agregado puede ser mucho mayor.
El desafío más visible radica, aquí, en que esto requiere una inversión en capital humano y social que se traduce en la tendencia a retener un porcentaje mayor de valor en la base de los procesos, lo que puede afectar la tasa de ganancias en los estratos superiores. Pero, en realidad, el desafío mayor consiste en entender y asumir que, desde la perspectiva de la economía verde, la única manera de fomentar el capital natural es aquella que opere mediante el fomento del capital social. Esto significa que es necesario apoyar el desarrollo de formas sociales de interacción con la naturaleza que permitan retener cantidades cada vez mayores de valor en los eslabones iniciales de la cadena productiva. Pero a fin de cuentas en la vida sólo se puede escoger entre inconvenientes, como pueden ser los de una tasa de ganancia menor, o ninguna ganancia debido a la destrucción de la capacidad de la naturaleza para proveer las condiciones que hacen posible cualquier producción.
En esta perspectiva, por ejemplo, el Pago por Servicios Ambientales aparece como una forma primaria, aún en desarrollo, de asumir el hecho de que es necesario producir las condiciones naturales de producción – desde la biodiversidad de los ecosistemas tropicales; la capacidad de algunos de ellos para capturar carbono con gran eficiencia, como el bosque de manglar, y la de asimilar y degradar los desechos de la actividad humana. La producción de esas condiciones naturales de producción es un proceso de trabajo. El valor del producto de ese trabajo está determinado por el tiempo socialmente necesario para llevarlo a cabo, que incluye tanto el de su ejecución directa como el de la producción de los medios técnicos, sociales y culturales necesarios para realizarlo.
Visto así, el pago por servicios ambientales es el reconocimiento del valor generado por la gestión de los ecosistemas para la producción de condiciones de producción. Y esto, en la perspectiva de la formación de una economía verde, tiene al menos tres méritos. En primer lugar, el de ampliar la comprensión del alcance y la importancia de los servicios ambientales para la economía en conjunto. Enseguida, que facilita entender y cuantificar el valor de esos servicios, facilitando así su traducción en precios y, por último, que todo ello constituye un aporte de enorme importancia para ayudar a una transición ordenada y pronta desde la teoría económica verde la economía verde.
En este panorama, la contribución más importante que cabe esperar de los profesionales vinculados al fomento de nuevas formas de interacción entre la sociedad y la naturaleza será la de promover el desarrollo de una cultura organizacional correspondiente a la complejidad de las interrelaciones que definen los problemas y oportunidades que plantea la crisis ambiental global. Esto es imprescindible para diseminar aquellas prácticas que agregan mayor valor a los recursos naturales, y retienen un porcentaje más alto de ese valor en los niveles de interacción más directa con el entorno natural.
Así entendida, la tarea de fomentar el capital natural mediante el fomento del capital social demanda la creación de las capacidades organizacionales, culturales y educativas imprescindibles para la incorporación de tecnologías más complejas a la actividad productiva. Pero además – y sobre todo –, esa tarea demanda crear las condiciones que permitan a todos los grupos humanos involucrados en esos procesos productivos definir metas más complejas para su propia existencia, y las formas de acción social más adecuadas para alcanzarlas.
Esta labor de promoción ha tenido, y tendrá, un importante papel en la formación y la formulación de las políticas públicas necesarias para consolidar esta transición hacia una economía que sea nueva por lo verde que llegue a ser. Por ahora, los avances en ese proceso son y seguirán siendo limitados mientras se siga asumiendo que lo ambiental es un sector específico y no el elemento vinculante entre las dimensiones económica y social del desarrollo.
Si bien el proceso de construcción de la cultura de la sostenibilidad que llegue a traducirse en políticas nuevas está apenas en sus comienzos, existen ya importantes factores de esperanza en nuestra vida cotidiana. Uno, por ejemplo, es el de la creciente participación de organizaciones sociales y productivas en los procesos de formación y formulación de políticas públicas relacionadas con el ambiente. Otro, la demanda cada vez más frecuente de que toda política publica asuma lo ambiental como un factor relevante en su proceso de formulación. Y otro, además, es el creciente interés de lo ambiental como elemento relevante en el control social de la gestión pública.
La política, a fin de cuentas, siempre es cultura en acto. La economía verde – con ese nombre, o con algún otro que resulte de su propia formación – terminará por ser la economía de la sostenibilidad. Cuando eso ocurra, habremos entrado en una etapa nueva del desarrollo de nuestra especie, preñada de nuevos desafíos, y los problemas y obstáculos que hoy encontramos en la pertinaz resistencia de la mentalidad y las prácticas de la insostenibilidad habrán quedado en la cultura nueva como fuente de cucos para asustar niños en lo más sencillo, y como el último capítulo en la historia de la barbarie en lo más complejo del quehacer de los filósofos